miércoles, 24 de octubre de 2012

*Blipblapblupbzzt*

Acorde, hazme vibrar, hazme sentir, hazme capaz de discernir.
En esta cruel realidad, donde el día tiene de noche la soledad.
Abre mi mente, hazme capaz de ver si lo que quiero de verdad,
Es mero afecto o un suicida aferramiento, buscando sobrevivir.

Rezad por vuestras almas; yo, seguiré buscando la mía.


Tic, tac, tic, tac, hace mi ojo.

martes, 23 de octubre de 2012

Oda sin rima consentido

Sigo caminando, y esta vez por lo más alto de las praderas, tan despejadas y verdes, tan nostálgicas.
Recorro un camino que nunca tuvo sentido estar apartado del tuyo, un camino que hace mucho que tuvo que estar junto al tuyo. Un camino que estuvo junto al tuyo y se apartó, por no saber.
Crecemos, nos vamos haciendo mayores. Le quitamos importancia a aquello que tanta importancia nos enseñaron que tuvo que tener, y se la damos a lo que mejor sabemos darnos. Nada más importa.
Tu regalo es un cuarto menguante, el cual no hay forma de apartar de los ojos del que se atreve a dirigirme la mirada.

Oh, Luna, oh. 
Prefiero dejar esto en ambiguedad, que en obviedad.

martes, 2 de octubre de 2012

El precio del miedo

Iba a escribir una entrada de blog ayer, por la tarde. Normalmente, no suelo escribir cuando estoy de buen humor, pero ayer estaba exaltantemente eufórico, y quería soltar lo primero que se me ocurriese.
En ese momento, un pensamiento un poco sinsentido, tal vez pesimista, me vino a la cabeza:

¿De qué me va a servir escribir sobre mi euforia, si mañana, tal vez, ya no la tenga?

No le presté la atención a esta pregunta retórica hasta el momento en que mi euforia se disipó, por el motivo que fuese. ¿Y es que puede la euforia evaporarse sin motivo aparente?

No supe qué pensar. No es la primera vez que me pasa, y nunca me había quedado claro el motivo. Puede que la empatía por alguien importante fuese un buen motivo para sentirse mal, pero... ¿Tan mal? Quién sabe. Puede que así fuese.
Debatiéndome entre el sueño y la confusión, hallé la respuesta a mi pregunta.

La respuesta fue la cobardía.

¿Y por qué la cobardía? Obviamente, dije, hace poco, que no sabía cuánto me duraría la valentía, pero es muy fácil escribir detrás de una pantalla, por lo que no considero que haya sido mucho más valiente desde entonces. Me he dado cuenta que reprimir lo que los impulsos le dictan al cuerpo no sienta bien.

¿Por qué no me atrevo a fallarle a las personas más importantes? El único motivo por el que no aceptasen mis disculpas, estoy casi seguro que sería porque serían ellas las que me diesen las gracias, por vencer a la improductiva cobardía, creadora de insomnio e impotencia. Si los únicos caminos que me atrevo a recorrer son los que no tienen ni un poquito de gravilla para pincharme los pies, los resultados que obtendré, al final, acabarán rompiéndome e impacientándome; impacientando a mi valentía.

¿Y por qué, con quien tenemos más cariño, es a quien más miedo tenemos de demostrárselo? Ironías. La vida me ha hecho así de estúpido, y, cuando no intento ponerle remedio, es ese ridículo sentimiento de estupidez el que me impide ser algo más que un zombi sin objetivos; un zombi dolido y apático.

Y hablo en plural, pero tal vez sea el único al que le pasen diariamente estas tonterías.